Trypori

TRYPORI
Enterramos a nuestros muertos en sal. ¿Ves esa cordillera? Aún sigue en pie después de miles de generaciones.

DATOS ASTROGRÁFICOS
Región: Núcleo profundo.
Sector: Koros.
Sistema: Trypori.
Estrellas: Bolog (mediana naranja).  
Lunas: Una luna (Coyuz)

INFORMACIÓN GEOPOLÍTICA
Tipo de entorno:  Estéril árido.
Nivel de la población: Asentamientos.
Tipo de gobierno: Clanes ancestrales.
Situación actual: Supervivencia.
Principal fuente económicaAgua y sangre.
Autoridades: Guerreros tribales.
Jerarquía sociales: Ancestros, guerreros y constructores.

LA MANCHA DE LA FUERZA
Concepción de la Fuerza: Se persigue y es castigada.
Nivel de Lado Oscuro: 1 (Una mancha leve).
Nivel de Tentativa: 1 (Un pequeño eco).
Origen del Lado Oscuro: El peso de las guerras y el deterioro que estas trajeron sobre un mundo que antaño fue un vergel de prosperidad y armonía. Hoy es un desierto por el que su pueblo vaga arrepentido por haber accedido a las enseñanzas de la Fuerza.

INFORMACIÓN


Trypori es un planeta estéril, árido y salino en la linde cálida de la zona de habitabilidad del sistema homónimo. Danza moribundo en el sector Koros dentro del núcleo profundo. Reconocido, pero rechazado, su localización en las cartas estelares se ha mantenido durante centurias. Primero fue un importante puerto de comercio que rivalizó con el planeta Emperatriz Teta, finalmente se convirtió en una tumba bañanda en una amargura recalcitrante. Actualmente, las pocas generaciones supervivientes, a lo que llaman el Motín Salubre, deambulan sonámbulas en un océano cristalizado y erosionado por el olvido. Navegando entre las cenizas de antiguos puertos, escrutando la sombra de un pasado sepultado bajo cordilleras y callejones de sal. De sangre y sal.

Los restos actuales de Trypori. Se han aplicado filtros para obtener la imagen tras su atmósfera.

LOS ECOS DEL PASADO

El pasado de Trypori se remonta a una época de libertad y prosperidad, decenas de siglos antes la guerra de Unificación, mucho antes del advenimiento del Imperio Infinito, mucho antes de la proliferación de las filosofías jedi y sith. Tal vez ese sea el motivo por su persistente odio a la Fuerza. Es la única batalla que han perdido, y fue aquella que supuso su fin como pueblo.

Hablar del pueblo de Trypori es hablar de los retazos de un mito sobre ciudades portuarias construidas sobre escaleras cinceladas sobre acantilados de coral, guarnecidas por el mármol inmaculado y campos regados por un manto de color ambarino que refractaba cada atardecer como si fuera única. Porque de hecho este mundo, en sus orígenes, era la joya sublime del sistema Trypori, resguardada por planetas gaseosos tanto en el interior como en el exterior del sistema. Mas allá de aquella privilegiada posición, cuentan los registros más corroídos por las desgastadas hebras del tiempo, que Trypori era un vergel de cultura y comercio. Una suerte de edad dorada de la República galáctica autocontenida dentro de los límites de una atmósfera que propiciaba una brisa suave y aterciopelada. Una brisa capaz de propiciar el mejor destino a cada embarcación y a cada ser. Un destino que podía verse reflejado en las aguas transparentes y cristalinas que susurraban en las costas de este planeta de archipiélagos.

No había nada malo en Trypori, y si lo había, no era difícil alcanzar una solución sabia y firme. Esa fue, tal vez, su perdición. Pues los males que le acechaban pronto se vieron reflejados en sus aguas.

Pero mucho antes de que el fatídico día llegara, mucho se luchó por alcanzar aquella plenitud. No debe confundirse el deseo de alcanzar la paz con la sumisión, ni el sano escepticismo que confiere la duda con la debilidad.

Desde su descubrimiento y fundación, sirvió de refugio a quienes compartían el ignoto sueño de una tierra fértil y de mentes libres, feroces y impulsadas por un creciente deseo de independencia. Especies de todo tipo llegaron hasta este planeta huyendo del Imperio Infinito. Murieron, pero nunca olvidaron, lo que les había llevado a abandonar sus mundos calcinados. La vieja herida era demasiado profunda. Cada nave hundido por corsarios hutt, cada batalla contra los Rakata, todo eso trae viejos dolores. Las cadenas del pasado cascabelean como campanas de viento disonantes y aún hoy puede escucharse el susurro de su eco.

Sin embargo, Trypori supo aceptar y prosperar. Fue fuerte y floreciente. El ascético culto mercantil de la Cofradía de los Virtuales Venerables alimentó a las ciudades estado costeras durante siglos. Se construyeron pozos en las profundidades del océano, se alzaron fábricas y senderos pavimentados para llegar a un futuro siempre en auge, siempre glorioso. Los artesanos legendarios tallaron estelas ancestrales, grabaron el misterio en cada esquina de cada pueblo y fundieron el metal para alzar estatuas que rivalizaron con los mismos dioses de las estrellas. Cada isla, cada atolón, era un espectáculo onírico sobrecogedor hasta el punto de generar una profunda conmoción letal a quienes estas sensaciones les resultaban alienígenas. Un mundo sereno requería de mentes inquebrantables. Ni todos los refugiados son seres de corazón puro, ni todos quienes disfrutan de vidas apacibles han conocido la dura realidad que les rodea. A todos ellos, la entrada les estaba vetada. Trypori era un paraíso, y como tal, tenía sus normas.

Los portadores del agua incluso daban bebidas como un servicio gratuito, cortesía de los Venerables. Los mercados desprendían un aroma a especias, frutas y productos exportados de todos los rincones de la galaxia. Anfitriones de los niños se sentaban y escuchaban a los ancianos mostrando sus cicatrices y contando historias sobre cada marca. Cuentos de expediciones a tierras exóticas manchadas por el conflicto. Se cantaban elogios a los cla­nes yimarkas en la batalla de Cartova y horrores acerca de las sombras pálidas de la galaxia que amaban sus rifles más que a sus madres y sus esposas.

Una suave brisa caía desde el Risco Mithaliano, una cadena de archipiéla­gos de clima templado y costas blancas observadas por una siempre atenta cordillera nevada con centros de meditación, escuelas militares y acade­mias. Cada uno de esos lugares era frecuentado por las mismas personas. Eran frecuentados por todo el planeta. Trypori estaba comprometida en el deseo de un planeta libre e independiente.

Los toldos azules y rojos volaban, el carbón en el narguile emitía destellos y transportaba las cenizas hacia el viento. Nubes de lluvia se cemían sobre el cielo, anunciando un resplandor que unía la imagen divina del cielo refle­jándolo en las aguas del planeta. Anunciaban también la lluvia perdiéndose en la jungla. Los escasos desiertos arenosos brillaban al sol, los ríos serpen­teaban por la tierra. Los manglares hundían sus raíces en el agua, mientras la jungla lo hacía en el calor mientras algo extraño crecía. Se coronaban láminas con hojas que figuraban de lo pentagonal a lo octogonal, espinosas y enredadas como una estructura que era más propia de los caminos que se transitan durante las ensoñaciones del subconsciente. Polígonos tridi­mensionales que conservaban su área pero cuyo perímetro crecía y crecía a medida que se consumía.

Hojas de cristal de agua mineralizada que no requerían un nombre mas allá del que el común de los mitos de una cultura orgullosa podía otorgar, el nepenthe. Un rasguño y la piel de cualquier ser comenzaba a volverse de color ceniza, endurecerse débilmente y, finalmente, adquiría un semblante cálido en cuestión de segundos. Esta extraña formación llegó a reemplazar en algunas islas a la vieja vegetación. El nepenthe transformó la tierra que pisaba y a su gente, que recaían en una lengua primordial que únicamente los que estaban cerca llegaban a intuir. Bajo la influencia de esta sustan­cia enigmática, todas las barreras lingüísticas habían caído, incluso entre quienes no habían sido tocados por su jugo. Trypori se había unido, pero la diversidad de sus ciudades estado y culturas también. Humanos, twi’leks, wookiees, togrutas, zabraks, kel’dor, no había distinciones. La cofradía era su corazón, el que les daba fuerza como un único pueblo. Los yimarkas eran sus garras, con las que se defendían en última instancia. Y los asparianos, enigmáticos en sus templos, eran sus almas, gobernaban sus destinos

Pero todo aquello cambió, cuando las naves aparecieron sobre aquel plane­ta y trajeron consigo un desenlace que no les correspondía.

Pequeña embarcación navegando por lagos salubres tintados por el hierro y el silicio.


LOS GRANDES IMPERIOS

Siempre hubo una herida realmente profunda en este planeta, una de esas que incluso su cicatriz supura sangre y todo tipo de tormentos que se con­vierten en los mejores maestros, pues sus lecciones resuenan a traves de las eras. Impretéritas e inalteradas. En el año 3537 anterior a la Arribada de los Tho Yor, los kwa, una especie sensible a la Fuerza originaria del planeta Dathomir, desarrolló la tecnología que les permitía teletransportarse entre mundos. Este logro de la ingeniería, al que llamaron Las Puertas Infinitas, les permitió viajar por la galaxia y entrar en contacto con distintas civilizaciones, entre ellas el Imperio Infinito de los rakata.

Pero la inocencia no figura entre los dones que se toleran en el gran esque­ma de las cosas y los kwa pagaron el justo precio de condenar a toda la ga­laxia con un gesto desinteresado de bondad sin precedentes. Transmitieron el secreto de su tecnología y sus enseñanzas a los rakata, y cuando quisie­ron evitar que las oscuras intenciones de estos proliferasen en cada rincón de la galaxia, fue demasiado tarde. Aunque para desgracia de este mundo del núcleo profundo, lo peor aún estaba por llegar. Mintras las lecciones so­bre una filosofía maniquea venida de ninguna parte comenzaban a forjarse bajo los cielos de Tython, otro mundo del núcleo, millones eran esclavizados por el Imperio Infinito en una sed insaciable de dominio y poder. Tatooi­ne, Kashyyyk, Manaan, Dantooine, Coruscant, Alderaan, incluso la antigua raza sith de Korriban sucumbieron en alguna medida y forma a la potencia destructiva de la tecnología alimentada por los fuegos de la Oscuridad que latían en el interior de cada rakata, desde el esclavo hasta el mayor de sus gobernantes.

Pero el odio es una enfermedad que se propaga en el subconsciente co­lectivo de cada generación, venciendo a toda lógica una vez destronados a los viejos dioses decapitados, cediendo a los instintos más primarios para convencerse de la necesidad de colocar un nuevo panteón tan insignificante y decadente como el anterior. Un Imperio Infinito por definición no puede ser derrotado, pero no hizo falta vencerles, ya estaban perdidos, como to­dos, como cada una de las civilizaciones que tratan desesperadamente, en vano, a través de los eones, de perpetuar la imagen de su gloria pasada ya putrefacta como si de una momia se tratara. Pero existió una raza que ven­ció esa limitación y su triunfo se materializó a través de un ser; el Sith’ari. Su nombre fue Adas y su sombra, responsable de esta tragedia; Cinere.

LA SOMBRA DEL SOBERANO

Tras cerrar un grotesco pacto de naturaleza incierta con los rakata, Adas adquirió el conocimiento para fabricar holocrones con la misma rapidez que avertiguó las intenciones de estos invasores sobre su pueblo. Fue tal su des­treza que construyó uno, no como fuente de conocimiento, sino como un testamento acelerado advirtiendo su fin inminente. Poco se conoce sobre su figura, aún menos sobre su Mano en la Sombra, Cinere. Ya poco queda que recordar de la defensa de la antigua raza sith, de su señor de piel ceniza y de cómo expulsó a los rakata de Korriban poniendo fin a una vida longeva de más de tres siglos. No obstante, incluso antes del nacimiento de la regla de los dos, siempre hubo un maestro y un aprendiz. Adas no había escogido a cualquier aprendiz, él mismo lo creó. Arrancó cada palmo de sangre de su inexistente piel, maltrató a su sombra cuando salió a su encuentro al si­guiente amanecer y le mostró el miedo, entre millares de cadáveres rakata vaciados por su insaciable deseo de venganza. Así nació Cinere, de la propia sombra del cadáver de Adas, que en secreto ocupó su cuerpo ya olvidado tras esa armadura y lo deformó, lo retorció, lo mutiló haciéndole sentir cada golpe de su hacha, postrando su cuerpo arrodillado hacia las estrellas. Ci­nere comprendía la vida, porque nació de la muerte y tras la desolación de Korriban solo tenía un destino, las estrellas. Esa estrella, ante la cual alzó su grito desde el suelo, resultó ser Bolog.

UN PUÑADO DE POLVO

Fue entonces, mientras tenía lugar la guerra civil rakata y su poderoso impe­rio quedó mortalmente herido, que los sith comenzaron su diáspora por las estrellas sin un líder que los unificase, desorientados, devorándose en un festín sádico y traicionero. Pero Cinere tenía otro plan, era hora de tomar el núcleo galáctico y Trypori era un mundo idóneo para ello. Pero todo ello de­bía permanecer en el más absoluto secreto, con Adas muerto nadie creería las historias de su transfiguración. Tenía que hacer esto en la más absoluta soledad de quienes persiguen una meta tan ambiciosa. Cuando la última nave se disponía a abandonar Korriban, Cinere cortó sus comunicaciones y tomó el control como un virus reptante sin presencia firme pero que todos los tripulantes temían. Pronto comenzaron a susurrar su nombre, con mie­do, ignorando su procedencia, su apariencia e identidad. Cinere, era como si ese nombre hubiera estado en sus mentes desde antes de haber nacido. Así, cuando llegaron a los cielos de Trypori, descendieron a sus aguas pacífi­camente y proclamaron con orgullo aquel nombre. Polvo de cenizas.

Exploradores exhaustos cerca de un centro de transfusión de sangre.

LA DECLARACIÓN SILENCIOSA

Las naves de color carmesí se posaron acariciando las aguas cristalinas de Trypori, a las puertas de la ciudad de Sabard. Construida sobre un puerto natural en la encrucijada entre seis archipiélagos de islas, la ciudad era un nexo de comercio. Para las Thalassas (ciudades-estado costeras), era el centro de toda la riqueza, un lugar de veneración mercantil frecuentado por la Cofradía de los Virtuales Venerables.

Para un sith, no era más que un puesto comercial debilitado por un poder mundano. No obstante, era todo un símbolo de los logros de una civiliza­ción que había crecido entre las estrellas ajena a los designios de la Fuer­za. La cultura que aquí se desarrolló nunca necesitó de ella, puesto que la tecnología, el conocimiento científico y la fuerza de las adversidades eran suficientes para doblegar las cadenas de la naturaleza. O eso pensaban, y eso quisieron comprobar. Por todo ello, Sabard poseía un estatus simbólico, acuñado en las inscripciones de la sede de la Cofradía “la mente sobre la matería y la matería sobre la mente.“ La guardia de élite yimarka se congre­gó a sus puertas mientras que los asparianos se recluyeron en los templos y academias de cada isla para sopesar la situación y planear la siguiente maniobra.

Sin embargo, ni todo el conocimiento acumulado les preparó para lo que allí vieron, aunque llegados a este punto debe advertirse que es justo aquí cuando el mito se confunde con la realidad. Unas versiones hablan sobre como Cinere emergió de las aguas, en otras se narra que caminó sobre ellas al salir de su nave. Las mas esotéricas cuentan que no fue Cinere, sino un alma enviada, una personificación suya. En cualquier caso todas coinciden en la magnificencia de su figura; una coraza endurecida de ceniza oscura, tan negra como el ébano, repleta de figuras polimórficas que se incurstaban en su cuerpo y se adentraban por cada poro, cada cuenca y cada comisura.

Se posó sobre sus rodillas embrutecidas por la erosión de su propia figura y se arrodilló a las puertas de las murallas portuarias de Sabard. El mensaje pretendía ser bastante claro: la voluntad de Cinere era insuperable. Pronto se grabaría, más allá de la memoria de las fieras tropas yimarkas, la fulmi­nante y silenciosa mirada que ahogó el rugido de sus lanzas y que, sin el menor atisbo de duda, había venido a Trypori para quedarse. Pero el silencio se rompió cuando su rostro se torció. Había tomado la primera decisión.

EL MOTÍN SALUBRE

La historia recordaría las Puertas de Sabard como la primera batalla de la Conquista de Trypori, pero el verdadero combate se desarrolló con unidades avanzadas de ambos ejércitos preparándose para la próxima guerra. Cinere había contemplado varios flancos y por ello revisó a sus tropas sith. Ordenó dos batallones para su propósito, porque hasta el mal tiene sus distinciones, pues esta no era un conflicto expansionista y no había lugar para acordar los términos de una coexistencia. Los Repudiados de Ashlan representaban el brazo armado de la jerarquía y la disciplina militar más implacable, mien­tras que Los Ingratos de Bogan representaban la ambición y el atractivo esotérico del mal. Cada división tenía un plan para infiltrarse en la capital, pero solo uno de ellos tendría el honor de dar el primer paso. El rostro de Cinere se retorció. La decisión estaba tomada.

Los repudiados capturaron una pequeña fortaleza en una isla fronteriza, otrora resplandeciente, hoy yace decrépita impregnada por el hedor de la sangre y la carne, aún humeante, conservada bajo sus cenizas. Una victoria temprana que se nutrió de la vejación de los yimarkas capturados puestos al servicio de Cinere. No pudo haber mayor triunfo, no hay mayor victoria que doblegar un rival a la causa. Aquello ayudaría a poner a la ciudad de rodillas. Después de todo, la corrupción siempre comienza desde dentro. En­tre los capturados, un amargado historiador yimarka, El Primer Traidor, ven­dió los secretos militares a los Repudiados. Para él Sabard había olvidado los días de auténtico sacrificio, postrándose ante los vicios decadentes de los Virtuales Venerables. Cenizas a cenizas, no hay promesas entre traido­res. Con las debilidades de la ciudad expuestas, no fue sino hasta el final de la contienda cuando se supo que Trypori le había dado la victoria a los sith.

Pero siempre debe haber dos. Los Ingratos contactaron con un contraban­dista. Gracias a macabros rituales de magia sith, desgarraron el velo de lo vivo y lo inerte para desvalijar el clúster de los venerables. Los Ingratos eran mejores operativos que soldados y aquella misión requería un toque sutil. Tras aceptar su merecido pago, una red de túneles subterráneos fue puesta en conocimiento del ejército sith. Las tropas comenzaron a infiltrarse. Desde las sombras, ocuparon los distritos de la ciudad. Las máquinas comezaron a ser desconectadas, las defensas saboteadas y el emblema de las Thalassas debilitado ante las narices de toda una civilización. Pero no fue suficiente, Cinere, aún de rodillas, transmitió, sin pronunciar palabra, un último plan.

Los Ingratos, habían conocido, en los túneles de Sabard, el secreto mejor guardado; el nepenthe. El Concilio de la Ceniza aspariano fue entonces con­vocado y los magos sith, conocidos por sus crueles y misteriosas técnicas de interrogatorio, les extirparon las propiedades, la realidad y la leyenda de aquella sustancia. Nunca volvieron a ser vistos, la historia jamás podría describir los horrores que se les infligieron, tampoco los motivos. Pero sus secretos fueron asimilados. En los oscuros pasadizos de musgo alienígena y tallos informes, se cubrieron de kilómetros de nepenthe y sal.

A las puertas de Sabard, Cinere aún demandaba el golpe definitivo, mien­tras se sucedieron varias semanas de una bacanal de muertes en las som­bras, unas desapercibidas, el horror de otras no pudo describirse con pala­bras. Toda Sabard lo sabía, nadie estaba a salvo dentro de sus muros. La infamia había llegado para coronarse en las colinas de Arosa, mientras los habitantes tenían miedo y el amargo deseo de abrir de una vez las puertas de la ciudad.

Fue entonces cuando Cinere se levantó y comenzó a caminar. Las puertas se abrieron pero se marchó hacia el mar, perdiéndose entre las olas. Hubo un calma tensa en el ambiente y entonces, cuando las calles se llenaron de ciudadanos libres festejando el fin de las tensiones, una columna de fuego naranja ascendió desde las profundidades de la ciudad hasta las estrellas. Desde el destructor sith apostado en órbita sobre Sabard se interpretó esto como una señal de ataque. Arrinconados, los cadáveres comenzaron a api­larse en las calles tratando en vano de escapar al mar, amontonándose sobre las afiladas espigas de coral viridiano, derramándose como un fluído viscoso por las laderas infectas del cenizo nepenthe que se evaporaba jun­to a sus sombras. La sangre brillaba con fuerza con los primeros rayos del atardecer, se formaron rampas de carne calcinada. Cuentan que los pocos gritos que llegaron a distinguirse suplicaban ser liberados de su ciudad en llamas. El ejército sith estuvo encantado de complacerlos y cuando los su­pervivientes respiraron. Cinere volvió y bautizó sus pieles desnudas con el nepenthe robado. Sabard, la joya de Trypori, se embruteció en piedra calcá­rea y tintes de ceniza hasta hervir la sal de las mareas. Las ruinas de Sabard sirvieron como demostración de fuerza y su lección permaneció inmutable Cinere había venido para quedarse, y el destino del pueblo de Trypori fue cantado entre lágrimas y llantos de desesperación, en cada balada, como una sucesión de trágicos intentos fallidos.

La leyenda del ser de nepenthe y su ejército de traidores encubiertos.

EL APOGEO DE LAS MAREAS

La conquista continuó buscando conservar las infraestructuras planetarias. El ejército sith buscaba un nuevo hogar y Trypori ofrecía una nueva perspec­tiva. Ya no lucharían para sobrevivir, lucharían para combatir. Cinere creó el Concilio de los Hautas, veladores de su nuevo orden, surgidos de la sangre transfigurada en un carbón plateado de los antiguos asparianos de la Ceni­za.

El siguiente objetivo fue la ciudad de Oradano, sin salida al mar, sin un flan­co favorable para el invasor. Una arcología dotada de las mejores infraes­tructuras, una colmena repleta de un enjambre de bestias metálicas de­safiantes y coordinadas al unísono. Nunca creyeron en la Fuerza y cuando, finalmente, se les reveló, la negaron dos veces. Doble el orgullo, doble la caída. Todo aquel potencial de nada sirvió cuando Variax el Inmaculado, de los Repudiados, ordenó arrasar el Risco Mithaliano sin hacer oídos a la petición de una tregua para un antigua costumbre local. Los gargantuescos depósitos de sal acumulados en aquella cordillera quedaron diseminados y esparcidos por el viento. Sangre sobre sangre, la herida no terminaba de cicatrizar. Los asparianos rompieron su retiro y arrancaron su espina más profundamente clavada. Con ayuda de la Fuerza trataron de ahogar a las tropas sith destinadas en Oradano, hubiera servido para detener el curso de la guerra de no ser porque Cinere apareció. No había duda, la profecía acer­ca del ser de nepenthe era cierta. Un ser de piel endurecida y oscura como el ébano, agrietada como la ceniza. Los Ingratos estuvieron encantados de acogerlos entre sus filas exaltadas por el olor de la desidia.

Aquella traición no tardó en llegar a oídos de la reina de Oradano, motivo por el cual acudió al encuentro para saldar la deuda con su pueblo. Valero­sa en combate, su cuerpo acabó aplastado contra un lienzo kilométrico de agua rebosante de sal que toda la isla cubría. Los sith habían fallado.

EL ESTRECHO DE CAEDRAS

Una guerra necesita efectivos y éstos se nutren de los recursos de los cam­pos que asolan, de las poblaciones que esclavizan y de las armas que en­tonan la nota de silencio de la carne que nació sin inocencia, y murió aún más lejos de ella. Cedras era el tercer objetivo, puede que los ejercitos sith estuvieran hambrientos, pero necesitaban armas de córtosis y potencia de fuego. Lo que no llegaron a calibrar fue cuánto.

Un paso estrecho entre archipiélagos, de acantilados blancos cubiertos de un extenso verde frondoso fértil y canteras de minerales exóticos fue el pri­mer punto de encuentro de una batalla a mar abierto entre los dos ejércitos. Los siths fueron derrotados de forma estrepitosa, pero aún se cuenta entre los descendientes de los antiguos habitantes de Trypori que algunos Hautas estremecieron al ver a Cinere sonreír. Alena, Hauta de los Ingratos, conocía las debilidades de su pueblo, de quienes durante milenios habían descono­cido y ahora odiaban la Fuerza. Nadie mejor que una sith para saber que el odio nace del miedo, un caldo primigenio que se abre paso en una pasillo la­beríntico de criaturas quebradas y quebradizas. Los siths se retirarían, pero consiguió convencer a todas las especies que convivían aquella urbe indus­trial para asesinar a todos los asparianos. Naturalmente, estos no tardaron en unirse a las filas sith temiendo por sus vidas.

LAS TRES LAMENTACIONES

Después de la agravante derrota, los ejércitos sith siguieron presionando, pero las Thalassas ya se habían armado y desplegado como para convertir Trypori en un recordatorio de Korriban. Por desgracia para aquel crisol idíli­co de especies, culturas y opiniones, la victoria tuvo un precio mayor que la derrota. Tres serían los frentes, tres serían las caídas y así la guerra llegaría consecuentemente a su fin. Esto es lo que hoy se lee en los muros de sal.

LOS CAMPOS DE FOROS

La isla de Foros era conocida por sus extensas colinas y campiñas repletas de manjares exóticos capaces de evadir a cada paladar, con sus texturas y sabores, a planetas lejanos. Cubiertas del verde y el dorado, perfiladas por extensas parcelas de cultivo sosegadas, hoy de sus tierras solo se conserva la roca arada por los fuegos del conflicto y carcomida por los vientos salu­bres. Los sith comprendieron que no podían ganar en mar, por lo que acu­dieron a las estrellas. Los primarcas asparianos, sedientos de una venganza oculta durante milenios. despedazaron las entrañas de su antigua magia y atrayeron el hambre voraz de los astros de gas y metales. Un ciclo violen­to se adelantó miles de generaciones. Las mareas se alzaron, los fuegos barrieron ciudades enteras, Bolog incendió el rostro de sus hijas las lunas, Soyuz irradió hasta el hastío del último grito que suplicó basta. Pero no fue suficiente, un enjambre de naves de Trypori salieron al espacio a plantar cara a los sith y allí, en silencio, encontraron su merecido descanso.

LA CIUDADELA PROHIBIDA

La ciudadela prohibida era un refugio coralino de aspecto alienígena y retor­cido que emergió de las profundidades marinas. En su interior se guardaba el mayor secreto de Trypori, las enseñanzas de las civilizaciones primigenias. Las puertas de los kwa, las enseñanzas krilliks, las innovaciones Gree y el miedo de los Sharu por un poder desconocido, presumiblemente la Fuerza. Un refugio diseñado para las generaciones venideras frente al Imperio Infi­nito. Los asparianos fueron conscientes de ello. Los que pudieron soportar tal poder venido de las estrellas permanecieron fieles a Trypori, pero ya era demasiado tarde. Sus cuerpos decoraron las paredes dentadas sobre las que deslizaba un aire metálico y asfixiante a nepenthe; el néctar del olvido eterno. La electricidad fluyó por sus cuerpos cenizos y murieron. No una vez, sino millones, gracias a la magia sith y el conocimiento aspariano. Hoy solo queda silicio en fundición y sus paredes, rociadas por la sal disociada, siguen hirviendo a fuego lento.

LA CIUDAD YIMARKA

La fortaleza Yimarka, el primer bastión fundado por la ancestral orden de guerreros procedentes de todos los rincones de la galaxia. La cofradía de los Virtuales Venerables nunca se atrevió a inmiscuir sus manos en sus asuntos, pero todo tiene un precio. Incluso la muerte. Después de tanta desolación sin sentido, algo ocurrió. Siempre debe haber dos, una versión de los muros hablan de Cinere, otras de su personificación, mientras que otras retratan ambas interpretaciones como una sola. Toda esa diversidad no es solo más que una distracción bucólica del panorama desolador que la realidad insi­núa. Hace tiempo que Trypori había dejado de ser de interés para este ser. Hubo entonces un pacto; Cinere destruiría a los sith y Trypori persistiría. El precio fue establecido: el agua, la sangre y la sal. Así fue.

La poca agua que queda tiene un contenido tan alto en sal que deshidrata.


LA HUELLA DEL PRESENTE

Mas de diez siglos después, Trypori sigue enterrando a sus muertos bajo cordilleras de sal. La piel de sus habitantes se ha vuelto de un color gris tizón que no refleja la incesante luz de una estrella morbiunda asolada por la presencia de las grandes esferas de helio y metal en fusión. Pero Trypori siempre ha sido un pueblo fuerte, incluso moribundo, en un mundo abra­sador donde ni las montañas proyectan su sombra. Un silencio perpétuo se rompe eventualmente cuando el polvo se deshace. Ahora solo quedan laderas de lágrimas resecas cristalizadas en el dolor, la ira y el llanto.

Las tierras de Oradano son un vertedero de arena y metal donde los ecos del pasado se confuden entre los orificios de los tubos roídos por la guerra. Los pueblos transitan nómadas por sus mares de arena y sal, esperando encontrar algún depósito escondido que les potencie el sabor de aquel des­enlace amargo y les deshidrate. La sangre, es la nueva moneda, siempre en producción, siempre se reabastece, sin leyes ni regulaciones. Tampoco hacen falta, no quedan sociedades en Trypori, solo pequeños clanes que se dedican a transmitir como pueden la caída de su pueblo y los males acerca de la Fuerza.
Bosques de corales marchitos rodeados por muros de salazón que se extien­de hasta donde alcanza la vista, pasos estrechos enturbiados con parásitos que se deboran a si mismos y valles atestados por una estampida inmóvil de cadáveres salinos de algas invasoras. Las ruinas son vilipendiadas por la carga electrizante del aire que las transita y la gran masa continental de roca porosa y agrietada, cuyos túneles aún rebosan la espuma, la baba y la manantiales de sangre reseca de antiguas criaturas marinas, niegan cual­quier posibilidad de florecimiento bajo sus paredes de sal y nepenthe. Todo eso es Trypori y no hay nada mas allá de esa descripción.

Por supuesto, nada queda de los asparianos ni de las tropas yimarkas, al menos que se conozca, y el paradero de los Virtuales Venerables, sigue sien­do un misterio. Tal vez sigan almacenados en sus sarcófagos, conectados a sus antiguas instalaciones de procesamiento infinito, tomando la energía del medio, refrigerando sus procesadores y hirviendo su planeta un poco más y más.

Lo cierto es que el silicio es cada vez más abundante y mientras que la heri­da siga abierta, aún queda sangre y sal de donde extraer más. 

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